Las Circasianas

Decían las malas lenguas que a raíz de la pérdida de su brazo don Manuel había desarrollado un desenfrenado apetito sexual, y para saciar sus más bajas pasiones mandó construir en Palacio Nacional una habitación contigua al jardín --con una puerta secreta que daba a la calle-- por la que desfilaban decenas de mujeres dispuestas a entregarse al juego del poder, la seducción y el sexo.

Con el tiempo el general ya no encontró satisfacción en las mujeres mexicanas. Escuchó entonces una historia que parecía surgida de la mitología. Se hablaba de unas mujeres que habitaban en Circasia, región caucásica de Rusia, que transpiraban pasión y sensualidad y cuya mayor virtud era la magia sexual que poseían. Nada había comparable en el mundo a una noche de pasión con una circasiana. El máximo placer jamás imaginado corría por las yemas de sus dedos, por su curvada cintura, por sus pechos firmes y sus amplias caderas amplias, por su aroma convertido en elixir de amor.

Ni tardo ni perezoso, don Manuel hizo los arreglos convenientes, envió por una de aquellas míticas mujeres y puso la hacienda de Chapingo a su entera disposición. Durante algún tiempo la misteriosa dama, a quien todos conocían como “la circasiana”, fue ama y señora de la hacienda. Se paseaba por los jardines, caminaba por los corredores, era como una visión dentro de la hacienda, como un fantasma. Nadie se acercaba a ella y dejaba a su paso una estela de misterio. Cuando la visitaba el general, el tiempo y su vida dejaban de tener sentido. Tal fue su fascinación por aquella mujer, que el general ordenó la construcción de una fuente morisca conocida con el tiempo como “de las circasianas”, para dejar testimonio de que en sus brazos llegó a conocer la gloria.

El administrador ordenó a los peones que abrieran el portón de la hacienda. A lo lejos se levantaba una nube de polvo. El carruaje tirado por cuatro caballos avanzaba rápidamente. En la casa principal todo estaba listo. La habitación más grande --la del general-- fue vestida de luces para tan importante ocasión. Nadie sabía a ciencia cierta quién venía a bordo del coche, pero no quedaba lugar a dudas de su importancia. El propio general se había encargado de supervisar hasta el último detalle.

Tuvo ella que alzar ligeramente su vestido para descender del carruaje, lo suficiente para mostrar su firme y bien torneada pantorrilla, que arrancó un suspiro a los presentes. El administrador, el caporal y algunos peones quedaron impresionados por la sensualidad de la joven mujer y no pudieron evitar pensamientos pecaminosos.

Sus ojos claros brillaban con intensidad. Miraba con inocente coquetería iluminando todo a su alrededor. La suave y blanca piel asomaba discretamente por el escote y así incitaba a la más desenfrenada pasión. El andar cadencioso era seguido por el aroma de un cuerpo perfecto, que colmaba el espacio. Esa mujer hubiera hecho pecar a la corte celestial.

El sol caía en el horizonte y la misteriosa dama apenas pudo percatarse de la belleza de la hacienda de Chapingo, su nueva morada. La casa principal, en el más puro estilo clásico, había sido remodelada por instrucciones del general. Entre las novedades se contaban dos pararrayos, uno en el reloj y otro en las torres de la capilla. Su dueño no escatimó gastos y compró tres arbotantes eléctricos que funcionaban con una dinamo e iluminaban la entrada principal de la casa -cuando la electricidad apenas comenzaba a utilizarse en las principales ciudades del país.

El color de la fachada seguramente evocó en la atractiva mujer su vida en Europa. Era un verde brillante --según los cánones de la moda arquitectónica en el viejo mundo-- logrado con pinturas mandadas traer por el conocido arquitecto Antonio Rivas Mercado, quien estaba a cargo de la remodelación y decoración interior de la casa. A él se debía también la colocación de losas de Guanajuato en el piso de la capilla, el corredor y el frente de la casa.

La seductora dama entró sin decir palabra --tiempo tendría para admirar en detalle la hacienda-- y fue conducida a los aposentos del general. Tenía a su disposición todas las comodidades y podía permanecer en ellos sin sufrir privación; en el interior había bandejas con fruta, bocadillos, jarras de agua, pulque y vino. Bastaba el toque de una pequeña campana para que los sirvientes recogieran las sobras y colocaran nuevos alimentos. No necesitaba salir de la habitación, su única obligación era esperar a su amante, don Manuel González, el presidente de la república.